Le decían el Ciego. Otros, Cromañón (por algún parecido con el prehistórico). Pero más allá de las ácidas chanzas de sus compañeros, se imponía el de Maestro. No vidente por ley, sus pupilas al ocho por ciento le permitían vislumbrar las sombras de este mundo tucumano.
De baja estatura, firme osamenta, ñato, cabezón, paseaba su humildad, su inteligencia, su alegría fraterna por los pasillos de Filosofía y Letras de fines de los setenta, donde traveseaba la historia. Merced a una "vaquita" entre los amigos, pudo comprar unos anteojos, cuyas gruesas lentes, al ventilarlas al sol, le permitían encender los cigarrillos. ¡Y el inconsciente se movilizaba a veces en bicicleta! El olfato y el oído eran sus aliados de vida. El chofer del ómnibus de la línea 10 siempre pedía que le dieran el asiento. Un día intuyó la silueta de una embarazada, se levantó y le cedió el lugar. Indignado, el conductor lo hizo descender por "mentiroso".
El canto y cierta religiosidad sosegaban su picardía, regaban su bondad. La voz de tenor conmocionaba las sobremesas de los asados. Esperábamos que llegara "el momento". Con el torrontés en sangre, cerraba los ojos. Abría una sonrisa rastreando un sentimiento en su interior. Inspiraba. Con el corazón en punta de pies, desataba el alma. "Oye, madre, qué frescura, trae el aire del Surriento, que inspira sentimiento a quien lo deja y se va..." Sutil, incisivo, melodioso, no era un tenor rompeportones. "Mira, mira ese jardín siente siente su fragancia, el perfume delicado me embriaga el corazón... y tú dices ya me voy de esta tierra del amor, dentro de mi corazón, digo madre, volveré..." Su versión de la canzonetta nos explotaba en el pecho. Las lágrimas saltaban. La emoción también. Nos sentíamos mejores personas. Una tarde, el anfiteatro de la Facultad colmado se rindió ante esa voz que nos llevaba a Surriento con el corazón aleteando. Desde aquellos años no lo volví a ver a José Herrera, el Maestro.